Al término de la ceremonia, todos los invitados abrazamos a los novios y nos dirigimos hacia la zona iluminada de las mesas. Sobre los hombros, empezamos a sentir el aviso de una que otra gota. "Ahorita se quita, sólo está chispeando".
Antes de terminar la frase, el cielo se rompe en un furioso y cerrado aguacero. Los invitados, incrédulos, nos volteamos a ver con cara de ¿qué hacemos?, ¿habrá plan B? ¡No hay lona! Fue curioso observar las diferentes reacciones.
Los novios, así como la mayoría de los invitados, corren a resguardarse en la única área techada: los baños. Algunos vuelan a pedir su coche y huyen. El papá de la novia camina de un lado a otro buscando inútilmente algún tipo de remedio. Los que llegan en ese momento ni se bajan del coche. Otros, se "refugian", es un decir, debajo de las palmeras. Y unos dieciocho amigos (algunos ahí adquiridos) nos amontonamos bajo dos paraguas que Pablo, de casualidad, trae en el coche. La lluvia azota de lado, por lo que la lucha por mantenernos secos está perdida.
Todo el glamour desaparece en un instante. Las mujeres quedamos con los vestidos escurridos, el pelo pegado sobre la cara y el rímel corrido. La guayabera de los señores se hace transparente y los pantalones negros se encogen como si fueran del tipo pescador.
Los heroicos meseros empiezan a hacer circular vino, tequila y lo que sea, para calentarnos un poco. Después de dos horas, la lluvia no cesa y no tiene para cuándo. Ensopados, empezamos a preocuparnos.
Escucho la respuesta de Jorge, mi amigo, y me encanta: "Nada. Te quedas y apoyas". Varios de los ahí presentes ya casamos hijas y sabemos lo que significa esto: la ilusión, el planear todo con tanta anticipación y, sobre todo, ¡lo que cuesta!
En el momento, todo parece estar arruinado. Nadie se puede sentar, no hay música, la cena no se puede servir... y, algunas personas, continúan retirándose del lugar. Los de afuera imaginamos a la novia llorando, dentro del baño, por su boda. Esto hubiera sido lógico y comprensible. Para nuestra sorpresa, es todo lo contrario.
Cuando sus amigos deciden ir por los novios y traerlos con porras, demuestran enfrentar su primera adversidad juntos y de la mano. Me encanta ver la actitud de Joanna, la novia. Llaman la atención su madurez, su sonrisa franca y la calidez con la que agradece efusivamente la permanencia de todos. Con una actitud de "ni modo, así nos tocó", se disponen a disfrutar. Con el vestido de novia empapado se ve igual de bonita, su belleza viene de adentro. En lugar de quejarse, sufrir o maldecir, con su actitud, los dos nos proyectan una luz que contagia y nos da una lección.
Los del sonido se las arreglan y suena la música. En ese momento ya no importan la lluvia, los arreglos, los vestidos o el maquillaje. La gente con entrega baila feliz y en la "aguada" boda reina un ambiente de solidaridad y de cariño muy especial hasta la madrugada. Nunca paró de llover.
Finalmente, así es la vida... Nos cae un chubasco cuando menos lo esperamos y la gran diferencia entre derrotarnos o sacar la casta es la actitud. La escuela de la vida le proporcionará a esta joven pareja, como a todos, muchas situaciones parecidas a ésta.
Sabemos que no podemos controlar lo que nos sucede o la manera en que los demás se comportan, lo que sí podemos es decidir cómo reaccionar frente a las circunstancias y convertirlas en trampa o trampolín. Trampa si me dejo llevar por ellas o trampolín si las traspaso con valor y alegría.
Dice Victor Frankl: "El tamaño que yo tengo como ser humano es el tamaño del obstáculo que soy capaz de vencer".
Pablo y Joanna hacen de la adversidad un trampolín y su ejemplo nos da una lección. Nos dejan un grato recuerdo de una boda inolvidable.