Entra en los designios divinos que el matrimonio tenga como nota esencial la indisolubilidad, de modo que el hombre no separe lo que ha unido Dios (Mt. 19, 6). Así fue desde el principio aunque después, a consecuencia de las pasiones humanas, se introdujo el divorcio y Moisés lo permitió por la dureza de vuestro corazón, aunque no fue así desde el inicio (Mt. 19, 9). Cristo, supremo legislador, terminó con aquella situación y restableció la primigenia indisolubilidad.
Esta doctrina ha sido siempre enseñada por la Iglesia, urgiendo en la práctica el cumplimiento moral y jurídico de la verdad expuesta con plena claridad por el Maestro (cfr. Mt. 19, 3-9: Mc. 10, 1-2; Lc. 16-18) y por los Apóstoles (cfr. I Cor. 6, 16; 7, 10-11; Rom. 7, 2-3; Ef. 5, 31 ss.).
Por eso, la Iglesia declara que el matrimonio no es obra de los hombres, sino de Dios, y por tanto sus leyes no están sujetas al arbitrio humano (cfr. Pío XI, Enc. Casti Connubii, n. 3: Dz. 2225).
El vínculo matrimonial es, pues, por institución divina, perpetuo e indisoluble: una vez contraído no puede romperse sino con la muerte de uno de los cónyuges.
El que los esposos tengan clara conciencia de la indisolubilidad de su unión, les ayudar a poner todo su empeño en evitar las causas o motivos de desunión, fomentando el amor y la tolerancia mutua.
Cualquier tipo de unión que excluya la indisolubilidad del vínculo, no puede ser considerada como matrimonio: casarse reservándose la posibilidad de divorcio, unión explícitamente temporal, unión a prueba, etc.
Enseña el Santo Padre Juan Pablo II que es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza la doctrina de indisolubilidad del matrimonio a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida, y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza.
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges, y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: El quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia (Const. Apost. Familiaris consorcio, n. 20).
