Es necesario que cada uno de los actos conyugales, y no sólo su conjunto permanezca destinado a la procreación, en la medida en que depende de la voluntad humana (cfr. Paulo VI, Enc. Humanae vitae, n. 11).
Este principio, tradicional en la Iglesia y consecuencia del fin primordial del matrimonio, se fundamenta en la ordenación que Dios ha dado al acto conyugal; los fines que de modo personal se propongan los esposos no puede oponerse a este fin primordial de la generación, como siempre ha enseñado el Magisterio de la Iglesia; la ilicitud de un acto conyugal voluntariamente infecundo, no puede justificarse aunque la vida matrimonial en su conjunto permanezca abierta a la procreación (cfr. Paulo VI, Enc. Humanae vitae, n. 14).
Es pues ilícita toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (Enc. Humanae vitae, n. 14).
Están, por tanto, reprobados todos los medios anticonceptivos que interfieran en el natural desarrollo del acto conyugal: sean físicos o químicos, tanto si impiden que el semen llegue a su sitio natural, como si evitan su acción fecundante o el primer desarrollo del nuevo ser; tanto si son onanísticos en sentido propio coitus interruptus (cfr. Gen. 38, 8-10) como si se dirigen, de cualquier modo y en cualquier momento, a impedir la procreación.
Cada uno de los actos así realizados es gravemente pecaminoso.
Desde siempre ha sido enseñada esta doctrina por el Magisterio de la Iglesia; la Encíclica Humanae vitae cita el Catecismo Romano (siglo XVI), donde se declara que es gravísimo delito impedir con medicamentos la concepción (cfr. p. II, cap. 8); cita también la Encíclica Casti connubii de Pío XI (siglo XIX): Ningún motivo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va contra la naturaleza sea honesto y conforme a ella; y estando ordenado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo sustituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta; en fecha más reciente S. S. Juan Pablo II volvió a recordar que el Papa Paulo VI en su Encíclica Humanae vitae dice no a lo que es contra el proyecto de Dios sobre el amor conyugal (…) en particular dice no a todo lo que es contracepción artificial. Y dice no en sentido decisivo y claro (Discurso al Clero Romano, 22-III-84).
Por tanto, la doctrina sobre la intrínseca malicia de los medios anticonceptivos es irreformable, por tratarse no de una enseñanza aislada o particular, sino de una doctrina constante del Magisterio ordinario de la Iglesia, fundamentada en la ley natural.
Conviene aclarar que la Iglesia no considera de ningún modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido (Enc. Humanae vitae, n. 15).
