La frase ya citada del Génesis, “creced y multiplicaos”, expresa el fin que de modo directo y principal ha buscado Dios al instituir el matrimonio. Pensar en una finalidad contraria a ésta, equivaldría a contradecir la Revelación.
Siendo, pues, la generación de los hijos y con ella, necesariamente, su educación, el fin principal del matrimonio, es lógico que sea lo que de coherencia y unidad a toda la vida conyugal, de modo que no sólo el amor y el derecho al cuerpo están ordenados a este fin, sino también la misma vida en común y la ayuda y el cariño de los esposos.
El Concilio Vaticano II y, posteriormente, el Código de Derecho Canónico, no usan ya la clásica terminología de fines primario y secundario, ya que al tratar de este sacramento en la Const. Gaudium et spes destinada a establecer un diálogo con toda la humanidad no se quisieron emplear términos más técnicos propios de los moralistas.
Con este motivo algunos quisieron asignar al matrimonio una diversa prioridad de fines: la ‘realización’ de los cónyuges, la complementación mutua, la sola satisfacción sexual, etc.
Sin embargo y lo mismo sucede con el Código (cfr. c. 1055 & 1) la prioridad que se da a la generación de los hijos, dentro del matrimonio, queda claramente afirmada en las palabras, en el contexto y en la declarada intención de sus redactores, tal como se manifiesta en los documentos existentes del proceso del texto conciliar en los dos momentos en que explícitamente se trata esta cuestión (cfr. los nn. 48 y 50 de la Const. Gaudium et spes).
Y, para aclarar cualquier equívoco, el Papa Juan Pablo II ha dicho: Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica (Humanae vitae), al afrontar el tema, empleen el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de aquello a que se refieren las expresiones tradicionales ( . . . ). Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del matrimonio y sobre su jerarquía queda confirmada (Discurso, 10-X-1984, n. 3).
Este fin del matrimonio, incluye también la educación de los hijos, pues la fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación (Catecismo, n. 1653).
