La razón teológica de que todo matrimonio entre bautizados sea sacramento radica precisamente en su bautismo. Por el bautismo los contrayentes viven en Cristo, se casan en Cristo. “Mediante el bautismo, el hombre y la mujer se insertan definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora” (Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 13).
El consentimiento matrimonial expresado por un hombre y una mujer bautizados hace el sacramento. Los ministros son los propios esposos, la materia la donación de su conyugalidad, la forma el consentimiento. La sacramentalidad en el matrimonio no añade nada esencial, lo que hace es incorporar el pacto conyugal al orden de la gracia. Los esposos bautizados no pueden afirmar “quiero el matrimonio, pero no el sacramento”. La voluntad es inviolable, pero no omnipotente, pues está limitada por el orden real de las cosas.
Si dos bautizados quisieran un matrimonio sin sacramento, querrían algo imposible porque no está en sus manos suprimir el carácter bautismal.La exigencia de una forma canónica ordinaria -emitir el consentimiento ante un testigo cualificado y dos testigos comunes- no es de índole teológica, sino eclesiástica. Es una ley positiva conveniente por la relevancia social y eclesial del matrimonio, pero constituye una conveniencia, elevada a exigencia jurídica invalidante al margen de la sacramentalidad. No deben confundirse la forma canónica (jurídica) o ritual (litúrgica) con la forma sacramental. Como se ha referido, esta se limita a la mutua manifestación del consentimiento conyugal.
Para la validez de un sacramento se requiere la intención en el ministro de hacer lo que hace la Iglesia. Algunos apoyándose en esta premisa concluyen que si los esposos -ministros de su matrimonio- a pesar de estar bautizados no tienen esa intención, o más aún si lo rechazan, se casarían pero no habría sacramento, con la consecuencia añadida de que estarían sólo sujetos a la legislación civil. La premisa referida hay que entenderla adecuadamente. El matrimonio es un sacramento único. Es el único sacramento en el que la Iglesia no tiene nada que hacer, en el plano esencial, para su realización. Como también se ha indicado ya, el rito o la forma canónica no son esenciales. Una cosa es que el consentimiento sea inválido sin la forma canónica por imperativo legal y otra que la forma legal venga exigida por ley natural. De hecho el propio ordenamiento canónico reconoce plena validez al sólo consentimiento de los esposos en ciertos casos (forma extraordinaria).
El sacramento lo hacen los propios contrayentes, o dicho de un modo más teológico, puesto que todo sacramento es acción de Cristo, hacen que el Señor otorgue la gracia vivificadora a su alianza a partir de su consentimiento matrimonial. La Exhortación Apostólica Familiaris consortio (nº, 68) afirma que “cuando a pesar de los esfuerzos hechos, los contrayentes dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la Iglesia propone al celebrar el matrimonio de los bautizados, el pastor de almas no puede admitirlos a la celebración”. Para aplicarlo debidamente conviene subrayar en primer lugar, que ya no se utiliza la expresión “lo que hace la Iglesia”, sino lo que propone, y la Iglesia lo que pide básicamente, como hemos venido comentando, es que tengan verdadera intención de casarse, siendo esta la intención mínima requerida para admitirlos a la celebración, como se señala también en el número citado de la Exhortación Apostólica Familiares consortio. Nunca se ha exigido una expresa intención sacramental, religiosa o eclesial.
Debe procurarse que los contrayentes posean una fe conscientemente vivida para una unión santa y santificadora, pero esta conveniencia no es una condición de validez del sacramento, ni la falta de fe constituye un nuevo impedimento matrimonial. Desde esta perspectiva debe entenderse la afirmación del texto del Concilio Vaticano II contenido en la Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, 59 sobre la liturgia: “los sacramentos presuponen la fe”. Se trata de una directriz pastoral, no teológica. Para vivir los sacramentos se precisa la fe. También como virtud infusa inherente al bautismo, pero no como fe actual. En no pocas ocasiones debe además tenerse en cuenta que los fieles que han dejado, quizá desde hace largo tiempo, la práctica de la fe influidos por el secularismo, dan poco o nulo valor a la ceremonia religiosa del matrimonio, sin que ello equivalga a que hayan dejado de creer en el matrimonio en sí, que es lo que esencialmente les pide la Iglesia a nivel constitutivo.
La sacramentalidad del matrimonio no es tampoco una propiedad esencial de la alianza matrimonial, sino el mismo matrimonio. Sí son propiedades esenciales la indisolubilidad o la unidad. El sacramento del matrimonio es el mismo matrimonio contemplado en el plano de la gracia.La sacramentalidad es un don divino, y no puede verse como una imposición. Dios no impone el matrimonio, pero si dos bautizados deciden casarse y lo hacen, sólo pueden casarse en el Señor, y por lo tanto recibir el sacramento: las gracias correlativas o un “derecho” a ellas, según sean sus disposiciones.
“La importancia de la sacramentalidad del matrimonio, y la necesidad de la fe para conocer y vivir plenamente esta dimensión, podría también dar lugar a algunos equívocos, tanto en la admisión al matrimonio como en el juicio sobre su validez. La Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio. En efecto, no se puede configurar, junto al matrimonio natural, otro modelo de matrimonio cristiano o con requisitos específicos” (Juan Pablo II, Discurso a la Rota de 2003, n. 8).
